4 de octubre de 2011

Cada vez son más tristes las canciones de amor

Anteriormente, en A road novella...

-Esta mañana no me has dicho que me quieres. 
       Estuve a punto de estrellarnos. Del volantazo el gato salió disparado al otro lado de la parte trasera y bufó, como si de verdad fuera el tal César fuera de verdad un tipo reencarnado en el gato atigrado.
       -¿Es que se supone que ahora eres... mi novia o algo así? 
       -O algo así -repitió, y echó a reír. 
       Estábamos cerca de la frontera francesa. Me pidió que parara para conducir ella, que era la dueña del coche y así nos llevaría menos tiempo cruzar al país galo. Detuve el coche en mitad de la carretera y pasó por encima de mí mientras yo me deslizaba de un asiento a otro. Aprovechó para besarme. Su boca sabía a alcohol, a aguardiente con guindas. 
       -Tendré que desviarme un poco -anunció. -Conozco un atajo cojonudo. 
       -Sabrás que así comienzan todas las películas de terror slasher
       -Ahora lo sé. ¿No te parece excitante? -insinuó. 
       -¿No te parece excitante, César? -pregunté yo. 
       -¡Pobre César! No ha comido nada desde anoche. 
       -Yo tampoco. 
       -Bueno, tú esta noche sí que has comido. Dale algo de comer al pobre inocente, me han guardado su almuerzo en una bolsa. 
       En la guantera había una bolsa de plástico llena de pringue. La abrí y saqué una loncha de panceta frita y grasienta. Se la acerqué al gato, que al fin hizo el esfuerzo de levantarse y saltó para cazar la tajada de carne. Jugueteé con él un rato dejándole llevarse de vez en cuando un bocado de recompensa. Cuando acabó, me lamió los dedos con algo parecido al agradecimiento. Me conmovió. 
       Pasado un rato, cuando iba medio mareado por ir de espaldas en el coche pendiente del puto gato, el vehículo paró. Vamos, no paró; Anna aparcó suavemente y exclamó: 
       -Esperadme un momento. Tengo que ir a por algo, enseguida salgo. 
       Nos encontrábamos en la entrada de una aldea pequeña. Si esa era la idea que tenía Anna de atajo o de broma, al menos a mí no me hizo ni puta gracia. Maldita la gracia que me hizo, vamos. La vi caminar entre las casas de muros anchos y piedra vieja como si perteneciera a ese mundo. Empezaba a darme cuenta de que Anna podría caer al mismo infierno y adaptarse en lo que dura un chasquido, así de camaleónica era. Entró en un caserón, y unos segundos después salía con una bolsa de tela a todas vistas bastante pesada. Llegó al coche, dejó la bolsa en el suelo y abrió el capó. Entonces metió la bolsa dentro y estuvo moviendo los órganos del coche. 
       -¡Au! ¡Joder, me he quemado! 
       -¿Se puede saber qué haces? ¿Por qué no metes las cosas en el maletero? 
       No respondió. Cerró, se chupó el dedo donde se había quemado y volvió a su asiento. 
       -Ya nos queda poco. 
       -¿Poco para qué? 
       -Para llegar a la frontera. 
       -Llegamos a la frontera, ¿y luego qué? 
       -¿Luego? Pues luego, seguimos. Tenemos que llegar a Amsterdam. Después, quién sabe.  
       -¿De dónde eres? -pregunté de golpe, del modo más brusco que pude.

       -¿Qué más da?
-Eres de aquí, ¿no? Éste es tu pueblo.
-Estás comportándote como un imbécil -dijo.
-¿Eres una terrorista? ¿Eres una etarra? ¿Llevas armas en esa bolsa? ¿Explosivos?
Arrancó el coche y no abrió la boca aun cuando entramos en la nacional. César dormía con placidez en el suelo del coche, hecho un ovillo. Yo deseaba poder hacerme un ovillo junto a él. Anna condujo durante dos horas sin abrir la boca, lo cual era todo un récord para ambos. Poco antes de llegar a la frontera francesa, cuando no había ocasión de dar la vuelta, cuando ya era demasiado tarde para ambos, me pidió mi mochila. Se la entregué sin hacer preguntas. La arrojó a la carretera sin mediar palabra y aceleró. Me puse a pensar entonces en el contenido de la mochila: el teléfono móvil sin batería ni saldo, un libro raído, pilas, unas gafas de sol compradas a un chino cuando hicimos una parada en Ciudad Real. Eso era todo; traté de convencerme de que eso era todo, pero no podía dejar de pensar en los dos sobrecitos macilentos, esos cinco gramos de heroína que podrían traerme a la vida en situaciones como aquella.
-No soy ni vasca, ni etarra. Una vez salí con un chico de la kale borroka, pero eso es todo. No debería darte explicaciones -dijo, por primera vez desde que nos conocíamos seria, serena, 'normal'.
-No me las des. No las quiero.
-Y tampoco llevo armas -aseguró mientras nos dirigíamos a la cola de coches en el control fronterizo. -Sigamos el viaje, a ver dónde llegamos.
-Llévame a París -dije. -Nunca he estado en París. O a Londres, amo Londres.
-Ya veremos... calla.
-Anna... ¿qué llevas en la bolsa? -pregunté mientras cruzaba el coche de delante.
-Cinco kilos de heroína -dijo con toda la calma del mundo en su voz. -Sonríe.
A pesar de ser un descapotable, el guardia golpeó con los nudillos el cristal del conductor.

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