15 de mayo de 2013

All that jazz


Anteriormente, en A Road Novella...


-Nada de jazz.
                Stella me recibió así en su casa, aunque no enseguida, qué va, sino a los cinco días de llegar a Amsterdam, cuando llevábamos tres sin saber de Svetl y Anna y yo nos moríamos de hambre. Sin lugar a dudas, la decisión de mudarnos con ellos respondía a la necesidad de supervivencia más que a cualquier otro asunto.
     Sin embargo, cuando llegué con los vinilos de Miles Davies y Chet Baker que había encontrado en la basura dos días antes, me dijo que en su casa no entraba el jazz. “Bastante tuvimos con mi padre, qué dolor de hombre”. Stella ni se llamaba Stella, ni era guiri. Era ni más ni menos que del Palo, Málaga Capital, y se llamaba Trini. Cómo había dado a parar a Amsterdam a sus cincuenta y se me antojó un misterio. Apilé los vinilos de jazz tras el colchón que compartiríamos en aquel piso infecto, donde no estábamos solos. El compañero de piso de Stella era un joven misterioso y delgado como el papel que se llamaba Ennis.
     Ennis parecía tener sólo pelo, rizado y revuelto como el de Bunbury o Dylan. Vestía una camiseta blanca que le quedaba ancha como a un espantapájaros azotado por el viento, su esternón, sus costillas bajo la tela. Según Stella, apenas comía; tampoco hablaba mucho, y cuando lo hacía era a través de monosílabos. Cierto es que, mientras nosotros comíamos, devorábamos nuestros platos, él se limitaba a mirar o a leer. Leía todo el tiempo, y leía libros difíciles. Los tenía en los rincones del salón, amontonados, libros de Proust unos sobre otros, libros de Joyce, el Quijote…
     -Tú ni caso –me había dicho Stella. –Está con una Biblia de uno americano, un tostón que no hay manera de leérselo.
     Ahí estaba el libro, sobre el brazo del sofá, tumbado sobre el lomo, The Infinite Quest, David Foster Wallace. Ennis lo miraba siempre de refilón, como si sospechara de él o se reprocharan algo el uno al otro, y creo que nunca lo vi leerlo, abrirlo siquiera.
     -Necesito tiempo –se excusaba siempre, y yo pensaba que el pobre sólo necesitaba una dieta rica en proteínas y grasas.


Ennis dormía en el sofá, aunque sospeché que antes de mi llegada compartía cama con Stella, lugar que ahora ocupaba yo. No es que hiciéramos nada raro, ni dormíamos abrazados ni follábamos, no, ella siempre me respetaba, y a veces, cuando se metía, me pinchaba en el muslo a mí y juro que en esos momentos sólo podía sentir agradecimiento y alivio. Me alegraba que Anna estuviera en el piso de al lado, ya que Paulo la cuidaba en mi lugar, aunque ella fuera a ser la madre de mi hijo. Me alegraba sobre todo que no me viera drogado, con la mirada perdida durante horas en la pared amarillenta.
     Aquella noche, mientras Anna y Paulo yacían juntos en su colchón de noventa y Stella experimentaba un viaje intensísimo, me despertaron los gritos y golpes. El Casio marcaba las cuatro y media, y me sentí más despierto de lo habitual, sobre todo si tenía en cuenta la hora. Primero pensé en Anna y su vientre, aunque pronto advertí que los gritos de mujer llegaban del techo. En el piso de arriba vivían varias familias brasileñas y dominicanas, aunque en realidad no se podía decir que nadie viviera ahí, ya que en aquel piso patera todos estaban de paso. Presté atención y me mareé un poco al oír los chillidos de pavor de la mujer. Imaginé al tipo, un bruto alto y moreno, golpeando la puerta en calzoncillos, tal vez con cualquier objeto doméstico a mano para los azotes: una cuchara de palo, un zapato, un colador, un jarrón de plástico.
     Me levanté con cuidado de no despertar a Stella, como si algo hubiese podido despertarla, y por pocas perdí el equilibrio. Me di cuenta del ritmo constante de los golpes, como el compás de una partitura que completaban los gritos de ella. Los insultos de ambos. Tenían una cadencia suave, ese horror parecía el jazz de los primeros beatniks, ésa fue la imagen que me vino a la cabeza, la de un círculo de hombres y mujeres medio desnudos, drogados, con timbales, con alaridos y verborrea incomprensible. Salí al salón, donde una luz blanca lo iluminaba todo. Ahí inclinado, con medio cuerpo dentro del frigorífico, Ennis rebuscaba entre la escasa comida. Sacó una botella de yogur líquido y bebió. Entonces me vio y descubrí que en la otra mano asía el libro gordo del sofá, cerrado, como un  ladrillo. Sonrió como un cadáver, me tendió la botella. Bebí como un ternero recién nacido.
     Ennis eructó.
     Me fui a dormir.

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