11 de enero de 2013

Cliffhangers suck


Anteriormente, en A road novella...

Cuando supimos lo de la muerte de Joni y Margritte, nos quedamos un rato en silencio. Svetl, que nos había traducido la noticia como bien había podido, también respetaba nuestro duelo. Jugueteaba con César en silencio. No sé qué pensaba Anna, supongo que nunca llegué a saberlo, pero yo no podía dejar de pensar que los cuerpos estampados en ese arcén de la carretera podían ser los nuestros, no los de nuestros amigos y traidores finlandeses. Al parecer, la policía los seguía por exceso de velocidad, y era fácil comprender los motivos. Para que no les diéramos alcance, habían optado por correr más de la cuenta, y al primer control los pillaron y emprendieron una huída de película, pero la furgoneta no estaba para ningún espectáculo. Sentí a la vez alivio y tristeza; al fin y al cabo, ellos nos habían dejado tirados y el universo se la había devuelto con creces. Anna creía en el Universo así, con mayúsculas. Yo creía en ella.
            La cuestión es que aquella noche en el tren dormimos como benditos los tres hechos un ovillo mientras César maullaba de aquí para allá contra los espíritus imposibles de los hobbos que habían ensuciado el vagón antes que nosotros. Nos despertó, con la primera luz del día, una sirena aguda que parecía proceder de dentro de nuestras cabezas.
            -Tenemos que hablar, mi amor –me dijo Anna, y el corazón en el pecho, en los ojos, el corazón en la cabeza terminaron por espabilarme.
            -¿Qué pasa?
            -Debemos estar preparados, ¿sabes?
            -Estamos preparados. Yo te tengo a ti, tú a mí, tenemos a un tipo reencarnado en un gato y a esta belleza eslovena –dije, y di una palmada en el muslo de Svetl, que aún dormía con gesto plácido.
            -Bien. Está bien –aseguró ella, y sonrió con gesto maternal. Parecía una de esas vírgenes inmaculadas que tienen las abuelas encima del televisor.         Sin embargo, alguna alerta en mí empezó a bombear con oleadas de metralla que bajaban del cuello, de la garganta al pecho. Esas palabras inofensivas de Anna me habían puesto en alerta.
            -¿Cuántas horas hemos dormido? –pregunté. -¿Dónde estamos?
            -Habremos dormido lo menos ocho horas, toda la noche. Creo que hemos llegado a Holanda, pequeño refunfuñón –explicó mientras tiraba de los bigotes de un César resignado.
            Cerré los ojos y saboreé el momento. Supongo que todo veinteañero europeo ha fantaseado alguna vez con visitar Holanda por todo lo que ello implica. De repente, tras varios meses perdido junto a esa desconocida a quien había aprendido a amar, ahí estaba, lejos de Granada, de su biblioteca y su nostalgia nazarí. Si la libertad sonaba a algo, se debía parecer mucho a aquella sirena maldita que amenazaba con volverme loco, y si olía a algo, debía ser a la madera pasada del vagón y al aire puro, natural que se colaba desde los inmensos campos de tulipanes rojos y amarillos. Recordé un sueño frecuente. En mi vida sólo he tenido tres sueños frecuentes; por aquel entonces, sólo había tenido dos de ellos, y uno consistía en un largo y placentero acto sexual en un campo de tulipanes amarillos. Me imaginé ahí y me empalmé enseguida. Anna murmuró algo, pero con el traqueteo del tren y la sirena me fue imposible entenderla.
            -¿Has leído La vida es sueño? –le dije a Anna, y negó con la cabeza. –Mejor, porque yo te puedo resumir el libro, que es un pestiño, en diez segundos. Se trata de la historia de un tipo encerrado en una torre que siempre ha pensado que la vida consistía en eso, algo así como Matrix, ¿sabes?, hasta que lo liberan y puede ver más allá del sueño que ha vivido en su encierro. Por eso creo que lo importante es hacer nuestros sueños realidad antes de despertarnos. Total, de perdidos al río…
            -Estás loquísimo. Ay, los sueños… Siempre quise aprender portugués, desde que una vecina de mi abuela, la señora Pereira la llamábamos, me enseñó una canción. Un fado…
            Así era todo con Anna. Cuando creías que no podía volver a sorprenderte con nada más, te hacía tragarte tus palabras y tu incredulidad. Empezó a cantar un fado en esa mañana holandesa, fría y colorida, y casi me llegó el olor a sardinas y la nostalgia sucia del Alfama lisboeta. Pero esa nostalgia no era sana, estaba clara, porque Anna era una bomba explosiva que nunca se dejaba llevar por la pena y el recuerdo. Cuando terminó su canto triste, tomó mi mano entre las suyas y la apoyó sobre su vientre.
            -Llevo un retraso de dos semanas –me dijo.
            César maulló.

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