Anteriormente, en A road novella...
Cuando supimos lo
de la muerte de Joni y Margritte, nos quedamos un rato en silencio. Svetl, que
nos había traducido la noticia como bien había podido, también respetaba
nuestro duelo. Jugueteaba con César en silencio. No sé qué pensaba Anna,
supongo que nunca llegué a saberlo, pero yo no podía dejar de pensar que los
cuerpos estampados en ese arcén de la carretera podían ser los nuestros, no los
de nuestros amigos y traidores finlandeses. Al parecer, la policía los seguía
por exceso de velocidad, y era fácil comprender los motivos. Para que no les
diéramos alcance, habían optado por correr más de la cuenta, y al primer
control los pillaron y emprendieron una huída de película, pero la furgoneta no
estaba para ningún espectáculo. Sentí a la vez alivio y tristeza; al fin y al
cabo, ellos nos habían dejado tirados y el universo se la había devuelto con
creces. Anna creía en el Universo así, con mayúsculas. Yo creía en ella.
La
cuestión es que aquella noche en el tren dormimos como benditos los tres hechos
un ovillo mientras César maullaba de aquí para allá contra los espíritus
imposibles de los hobbos que habían ensuciado el vagón antes que nosotros. Nos
despertó, con la primera luz del día, una sirena aguda que parecía proceder de
dentro de nuestras cabezas.
-Tenemos
que hablar, mi amor –me dijo Anna, y el corazón en el pecho, en los ojos, el
corazón en la cabeza terminaron por espabilarme.
-¿Qué
pasa?
-Debemos
estar preparados, ¿sabes?
-Estamos
preparados. Yo te tengo a ti, tú a mí, tenemos a un tipo reencarnado en un gato
y a esta belleza eslovena –dije, y di una palmada en el muslo de Svetl, que aún
dormía con gesto plácido.
-Bien.
Está bien –aseguró ella, y sonrió con gesto maternal. Parecía una de esas
vírgenes inmaculadas que tienen las abuelas encima del televisor. Sin embargo, alguna alerta en mí empezó
a bombear con oleadas de metralla que bajaban del cuello, de la garganta al
pecho. Esas palabras inofensivas de Anna me habían puesto en alerta.
-¿Cuántas
horas hemos dormido? –pregunté. -¿Dónde estamos?
-Habremos
dormido lo menos ocho horas, toda la noche. Creo que hemos llegado a Holanda,
pequeño refunfuñón –explicó mientras tiraba de los bigotes de un César
resignado.
Cerré
los ojos y saboreé el momento. Supongo que todo veinteañero europeo ha fantaseado
alguna vez con visitar Holanda por todo lo que ello implica. De repente, tras
varios meses perdido junto a esa desconocida a quien había aprendido a amar,
ahí estaba, lejos de Granada, de su biblioteca y su nostalgia nazarí. Si la
libertad sonaba a algo, se debía parecer mucho a aquella sirena maldita que
amenazaba con volverme loco, y si olía a algo, debía ser a la madera pasada del
vagón y al aire puro, natural que se colaba desde los inmensos campos de
tulipanes rojos y amarillos. Recordé un sueño frecuente. En mi vida sólo he
tenido tres sueños frecuentes; por aquel entonces, sólo había tenido dos de
ellos, y uno consistía en un largo y placentero acto sexual en un campo de
tulipanes amarillos. Me imaginé ahí y me empalmé enseguida. Anna murmuró algo,
pero con el traqueteo del tren y la sirena me fue imposible entenderla.
-¿Has
leído La vida es sueño? –le dije a
Anna, y negó con la cabeza. –Mejor, porque yo te puedo resumir el libro, que es
un pestiño, en diez segundos. Se trata de la historia de un tipo encerrado en una
torre que siempre ha pensado que la vida consistía en eso, algo así como Matrix, ¿sabes?, hasta que lo liberan y
puede ver más allá del sueño que ha vivido en su encierro. Por eso creo que lo
importante es hacer nuestros sueños realidad antes de despertarnos. Total, de
perdidos al río…
-Estás
loquísimo. Ay, los sueños… Siempre quise aprender portugués, desde que una
vecina de mi abuela, la señora Pereira la llamábamos, me enseñó una canción. Un
fado…
Así
era todo con Anna. Cuando creías que no podía volver a sorprenderte con nada
más, te hacía tragarte tus palabras y tu incredulidad. Empezó a cantar un fado
en esa mañana holandesa, fría y colorida, y casi me llegó el olor a sardinas y
la nostalgia sucia del Alfama lisboeta. Pero esa nostalgia no era sana, estaba
clara, porque Anna era una bomba explosiva que nunca se dejaba llevar por la
pena y el recuerdo. Cuando terminó su canto triste, tomó mi mano entre las
suyas y la apoyó sobre su vientre.
-Llevo
un retraso de dos semanas –me dijo.
César
maulló.
No hay comentarios:
Publicar un comentario