28 de diciembre de 2012

Los Tres Reyes Magos


Anteriormente, en A Road novella...
Hicimos autostop. En un país tan pequeño como Eslovenia, la mayoría de camiones, furgones y caravanas se dirigían a la capital, justo lo que nosotros queríamos. A la mañana siguiente llegábamos as Lubliana con sueño y sudor y hambre, le dimos las gracias al camionero que había aceptado llevarnos, un italiano de Florencia que recogía a sus hijos en la capital, de modo que pudimos ir cómodos en el camión vacío para nosotros. Svetl prefirió ir sentada en el asiento del copiloto. La oímos reír y hablar con él a voces en una mezcla imposible de idiomas. Al rato, le oímos gemir; no se oía a Svetl. Anna y yo hicimos el amor. César nos arañaba. La vida no podía ser mejor que la vida de noche en un camión.
            -No sois austriacos -nos dijo Svetl cuando volvió con nosotros. Tenía el pelo revuelto y cierto rubor en las mejillas.
            -No, no lo somos. Somos del sur de España.
            -Yo soy de Chile -me corrigió enseguida Anna. -Da igual. Ahora somos eslovenos.
            Esa noche, claro, fuimos eslovenos, e incluso el gato parecía maullar en otra lengua. Le habíamos entablillado la pata con un bolígrado y un trozo de tela de mi camisa. Lubliana nos pareció hermosa y llena de posibilidades, pero eran ya demasiados días soñando con Amsterdam, escribiendo sobre Amsterdam, dibujando Amsterdam en cada papel que encontrábamos como para cambiar de planes incluso en esa huida improvisada con el único fin de salvar la vida y llegar a un lugar que poder llamar casa, aunque casa era a veces César y a veces Anna. Sin embargo, nada más llegar a la capital eslovena sentimos un flechazo y decidimos despedirnos de Lolo, el camionero, y pasar el día en la ciudad para aprovechar el buen tiempo y conocer gente y pisar las calles y saber cómo olía Lubliana. Había canales preciosos, y plazas. Desde una placita saltamos del camión y dijimos adiós a Lolo con la mano. Al rato lo vimos en la distancia besar y abrazas a sus hijos, dos adolescentes rubios y pecosos cargados con macutos y maletas. Me dio pena cuando vimos su camión desaparecer por la calle.  En otra plazoleta contigua había un Dunkin Donuts, y entramos y hablamos con la encargada, una chica alemana a la que contamos nuestra historia de robo y abandono. Le hablamos del frío. Le hablamos del hambre. Nos dio tres vasos con café caliente y una caja con doce donuts. Prometimos escribirle. Los cuatro sabíamos que nunca le escribiríamos, pero comimos bien esa mañana. Luego paseamos por la ciudad, visitamos las tiendas de ropa y rebuscamos en las papeleras del centro. Mendigamos un rato hasta que un agente nos dijo que estaba prohibido mendigar en el centro. Le sacamos dos euros.
            -¡Lubliana no era para tanto! -exclamó Svetl.
            -¿Nunca habías venido? -le pregunté.
            -Qué va. Somos pobres, recuerda.
            -Somos los tres reyes pobres -dijo Anna.
            -Los reyes no hacen autostop, ¡los reyes viajan en tren! ¡Los reyes viajan en avión! ¡Cojamos el tren! -propuse, llevado seguramente por el chute de azúcar del desayuno, un excitante tan válido como cualquier otro.
            Sin pensarlo, nos encaminamos a la estación de tren, nos colamos ayudando a una pareja de ancianos con sus maletas y, llegados a la vía, buscamos un tren de carga y nos lanzamos en un vagón polvoriento, lleno de cajas y paquetes envueltos en tela.
            Nos cubrimos con una sábana grisácea y esperamos a que el tren arrancara. El destino era para nosotros un absoluto misterio, y eso nos provocaba más ganas de emprender la aventura, de traspasar fronteras, de averiguar a dónde nos dirigíamos aquella tarde de final de verano, de principio de primavera.
            Llegábamos a una estación y nos volvíamos a esconder bajo un trapo y jugábamos a adivinar la ciudad, el país, nuestro lugar en el mundo por el ruido. Nunca sabíamos nada. Llegada una parada, la quinta o sexta, a saber, subieron varios hombres al vagón y arrastraban cajas y pasaban a nuestro lado. Seguíamos en Eslovenia, nos dijo Svetl, que no podía contener la risa. Con todo, nadie nos paró, nadie dijo nada, estarían acostumbrados a los polizones, tendrían un buen día, o quizás en los malos tiempos el mundo se mostraba más solidario. Sea como fuere, el tren volvió a arrancar con nosotros a bordo, y cuando salimos de nuestro escondite encontramos un ejemplar de periódico junto a la puerta del vagón. En la portada, ni más ni menos que la furgoneta de Joni, la misma en la que viajábamos Anna y yo dos días antes.

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