Nada más dar una vuelta por la
habitación principal, un saloncito claustrofóbico lleno de objetos horteras y
figuritas de porcelana, tuve el presentimiento de que algo andaba mal. Frente
al televisor, en un sofá anticuado, con las piernas cubiertas por una manta de
lana roída, la abuela de la casa miraba al vacío.
Anna y yo no dijimos nada, nos
quedamos junto a la pared hasta que la mujer reparó en nosotros y sonrió con un
gesto de familiaridad doloroso. Entonces trató de levantarse y cayó de lado
sobre el sofá. Avancé hasta ella para sentarla bien, y cuando la abracé me besó
en los labios y comenzó a hablarme en su lengua. Como pude, me deshice de ella.
La nieta llegó enseguida y empezó a reír con disimulo; Anna no se esforzaba en
disimular lo ridícula que le parecía la situación.
-¡Disculpa, qué vergüenza! Cree que
eres su marido, tiene Alzheimer.
Me senté en el sofá, a su lado, y la
cogí de la mano. Arriba se oían voces infantiles, y el padre de Svetlana tenía
un trajín en la cocina, platos y vasos y agua y cacharros golpeando contra
cacharros.
-No queremos molestar -dijo Anna, de
súbito.
-No es molestia. Siento que os
llevéis una mala impresión de mi país. Aquí también hay gente buena.
Me
sentí como el culo con aquella muchacha excusándose por nuestro invento y la
actuación descerebrada de Joni y sus colegas. Estuve a punto de arrodillarme
ante ella y decirle que el gilipollas era yo por haberme pirado con Anna en esa
aventura casi suicida, por recorrer caminos desconocidos en países donde
ninguna seguridad estaba garantizada para nosotros.
-Mira, será mejor que nos larguemos
-dije, y me levanté.
Anna trató de detenerme con su mano
en mi hombro y murmurándome algo al oído de que no teníamos dinero ni posibilidades
de vivir en medio de la nada. De todos modos, Svetl esperaba con los brazos
cruzados frente a la puerta.
-No os vayáis -dijo, y aprovechando
que nadie más parecía entender el inglés en aquella casa, añadió: -no me vais a
dejar aquí.
Al parecer, quería escapar de casa
mientras su marido siguiera fuera, haciendo burocracia en otra ciudad. Por mí
no había problema; a Anna le pareció que todos los problemas de nuestra vida se
resolverían con la presencia de la chica. Es una señal, decía, es una puta
señal.
Salimos a mitad
de la noche. Lo de la policía no había sido más que una mentira para
tranquilizar a su padre, pero de todos modos les había tocado dormir en el
porche ante la desconfianza de éste. Por eso, cuando Svetl hizo aparición en
mitad de la noche para ponernos en pie, ya estábamos despiertos. Apenas pegamos
ojo aquella noche. La chica nos dio una manzana a cada uno y echó a andar.
César empezó a maullar en el pecho de Anna; le habíamos hecho una especie de bolsillo
con una tela, y Anna lo cargaba como una madre canguro. A medida que
caminábamos por el sendero, Svetl lanzaba a veces una mirada a nuestras
espaldas, como si temiera que su padre nos siguiera, como si el pasado fuera a
arrojar sus garras negras y afiladas hacia nosotros.
-Tranquila, Svetl -le decía yo, y
sonreía y chasqueaba la lengua.
-No quiero arrepentirme, ¿sabéis? No
quiero arrepentirme. Soy una madre horrible.
-Siempre puedes volver -dijo Anna.
-Eres demasiado joven. ¿Cuántos años tienes?
-Diecisiete.
Tragué saliva. Traté de pensar
cualquier otra cosa. Los hijos de Svetlana tendrían al menos tres y cuatro
años; parecían más sus hermanos que sus hijos.
-Hablemos de otra cosa -propuse,
harto de las historias enfermizas que empezaba a gestar en mi mente.
Anna empezó a cantar Summertime, la
versión desgarrada de Joplin, y yo la acompañé enseguida. Svetl silbaba, pero
llegado un punto de la canción dijo con voz serena:
-Yo conocí a Janis Joplin.
-Svetl, eso es imposible. Eres
demasiado joven.
-No a la joven con cara de niña y el
pelo largo.
De repente, tuve la sensación de que
Svetlana, la muchacha joven con melena casi por la cintura, era la mismísima
Janis Joplin. La nariz era la misma, un hoyuelo en la mejilla al sonreír. Cogí
de la mano a Anna, que parecía tan absorta como yo con la joven.
-Era un hombre de treinta y tantos
años, con barba, algo sucio, un lío de hombre. Nació el día en que murió Janis
Joplin, el cuatro de octubre de mil novecientos setenta, me acuerdo
perfectamente porque luego lo tuve que buscar en la enciclopedia. Lo miré en
Internet, en la Wikipedia. Y me dijo también que él no sabía cantar, que jamás
había escuchado a Janis, que ni siquiera le gustaba el rock. Le gustaba
Vivaldi. Era turco, sí.
-¿Cómo dices entonces que era Janis
Joplin?
-Porque él lo sabía. Sabía que en
otra vida había sido Janis Joplin. Lo agregué a Facebook, pero entonces hizo lo
que hacen todos los tíos cuando los agregas a Facebook.
-¿Intentar ligar contigo? -pregunté.
-Mandarme fotos de su polla.
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